Por Laurence Figà-Talamanca
DRANCY (FRANCIA), 16 (ANSA) - Los fieles de la mezquita de
Drancy, en Francia, "nunca" escucharon hablar de Samy Amimour,
el atacante suicida de 28 años de la sala Bataclan. "Nosotros venimos a rezar, y luego nos vamos", dicen. El joven fue identificado el domingo y tal vez vivía en la
misma periferia. Aymen va rápido. "A Amimour no lo conozco. No soy de acá,
trabajo al lado, vine a rezar, ahora vuelvo a trabajar",
explica. Pero a pesar del apuro, tiene ganas de hablar, de compartir,
de exorcizar lo sucedido el viernes 13 de noviembre en París. "El viernes estaba en el estadio. Estaba aterrorizado, No
podía permanecer ahí adentro, había demasiada gente. Tenía
miedo. Por suerte logré salir casi rápido y regresar a casa",
cuenta. Argelino, llegado a Francia hace 45 años, Khamel vive desde
siempre en el mismo edificio, que señala del otro lado de la
manzana. Tiene una esposa francesa, "que adoptó mi religión", y tres
hijos. "Mis hijos? ellos no son siquiera practicantes", agrega. También está en la periferia la integración ausente que se
radicaliza. Parecían muchachos como Aymen, y como los hijos de Khamel,
jóvenes franceses, los que en cambio decidieron saltar en el
aire en medio de coetáneos que habían salido a gozar del viernes
a la noche. Y que amenazan al mismo imán de Drancy, Hassen Chalghoumi,
controvertido presidente de la Conferencia de los Imanes de
Francia.
Musulmán 'moderado', abiertamente definido contra el
terrorismo y el fanatismo -el domingo cantó la Marsellesa frente
a la sala Bataclan- es amado por la política y cortejado por la
prensa, pero objetado por parte de la comunidad islámica. Lo acusan de ejercer su rol en modo ilegítimo. O lo tachan de
"sionista" por haber manifestado cercanía con la comunidad judía
justo en Drancy, tristemente célebre por haber albergado, en los
años '40, el principal campo de deportación de Francia hacia
Auschwitz de decenas de miles de judíos que nunca volvieron. Tan odiado, contó el propio Chalghoumi en televisión pocas
horas antes de los atentados en París, al punto de haber
recibido "una fatwa del Estado Islámico", decretada por "jóvenes
franceses". La mezquita "suya" es un pequeño edificio color ladrillo, que
aparece de repente al fondo de un enorme estacionamiento de un
centro comercial, ya preparado para Navidad. Entre los automóviles estacionados, señoras que empujan
carritos se alternan con los pocos fieles del lunes ("el viernes
hay mucha más gente") que llegan dispersamente para la oración,
en una atmósfera todavía enturbiada por el temor por las
masacres. "Nací en esta periferia, y me quedé, le soy fiel. Estoy
convencida de que somos capaces aún de vivir juntos", afirma
Christine Barthelat, con la bolsa de las compras sobre la
espalda. Rubia y diminuta, la señora admite que "muchas familias de la
clase media dejaron el barrio con los años porque consideran que
hay demasiado árabes". Fuera del portón de la mezquita llegan dos mujeres con velos.
No hablan francés, pero se hacen entender con los gestos,
tienden la mano por una moneda, están acá para pedir limosna,
contando con uno de los más importantes deberes del musulmán. En una cantilena que suena habitual piden "para los niños".
FTL-MFI/ACZ
16/11/2015 21:23
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