Por Marcello Campo
(ANSA) - BRUSELAS, 03 NOV - Tenía 13 años aquella noche del
23 de febrero de 1981. Su padre, el Rey Juan Carlos, lo obligó a
permanecer a su lado, en su estudio, en las dramáticas horas en
las que España corría el riesgo de sufrir un nuevo golpe de
Estado.
Estaba sentado en el sofá mientras el monarca, en directo
por televisión, pasada la medianoche, pronunciaba su famoso
discurso en el que defendía la Constitución y ordenaba la
retirada inmediata de los militares.
Poco después Antonio Tejero se rendiría. En definitiva, ya
en aquellas horas aprendió el oficio de dirigir un país en medio
de la tormenta. Y quién sabe si esta mañana la frialdad con la
que Felipe supo lidiar con la dura protesta de los inundados no
le venía de aquella experiencia.
Después de todo, no es erróneo señalar que la imagen del
rey, sucio de barro, paseando por Paiporta mientras a su
alrededor vuelan objetos e insultos quedará para la historia de
la España moderna.
En esta pequeña ciudad, destruida por la inundación más
grave del siglo, superó probablemente su prueba más difícil
desde que accedió al trono hace diez años.
Durante mucho tiempo estuvo acostumbrado a ser desafiado en
Cataluña, como en el País Vasco. Pero esta vez fue diferente:
acompañado únicamente por su esposa Letizia, que no es una noble
sino una ex periodista de la televisión pública, consiguió
evitar el linchamiento y escuchar a quienes le gritaban su rabia
e indignación por haber sido dejado solos.
En un momento dramático para todo el país, mientras las
autoridades políticas nacionales y locales se desfilaban, él, el
último de los Borbones, se convirtió en el único punto de
contacto entre los ciudadanos y las instituciones, el único
exponente de Madrid, del poder central, "a poner la cara", como
señaló el ABC, que por honestidad es el periódico más monárquico
de España.
Por lo demás, su reinado, desde el principio, estuvo marcado
por las dificultades: en junio de 2014 ascendió al trono después
de la clamorosa abdicación de su padre, abrumado por los
escándalos.
Era consciente de que toda la institución monárquica estaba
bajo mínimos de popularidad: ya nadie en España estaba dispuesto
a perdonar el despilfarro de dinero de Juan Carlos, sus viajes
exóticos a costa de los contribuyentes, sus amantes y sus
evasiones fiscales. Por no hablar de los desfalcos de su ex
cuñado.
Pero desde el principio Felipe se esforzó en distanciarse de
aquella vergonzosa familia para acercar la Zarzuela al pueblo
llano. Primero instauró un régimen de transparencia y sobriedad,
reduciendo enormemente el presupuesto de los tribunales, y
después trató de desempolvar la institución, intentando
acompañar con sagacidad, de puntillas, el tumultuoso devenir de
la sociedad española.
Hoy, sin embargo, no. Con su chaqueta deportiva, informal,
rodeado de paraguas que le protegían de las avalanchas de barro,
siguió adelante.
Con su metro y 97 centímetros de estatura, destacaba entre
los manifestantes, sabedor de que su sitio estaba ahí, de que
era su momento, si quería relegitimar definitivamente su papel
como símbolo de unidad nacional en un país cada vez más dividido
y polarizado, no solo de derechas contra izquierdas, sino de
centro contra comunidades autónomas. (ANSA).