El paseo marítimo es una sucesión de esqueletos: todo lo que queda de restaurantes, tiendas y casas, en medio del incendio más devastador que jamás haya afrontado Los Ángeles.
"Ayer por la mañana, al mirar el cielo, nos sentimos un poco como en el Armagedon. Es el peor siniestro que hayamos visto jamás aquí desde hace muchísimos años". Teddy Leonard habla frente a un edificio humeante, las cámaras de televisión locales y nacionales la siguen: su Reel Inn era uno de los restaurantes más famosos de esta carretera: mesas de madera, manteles a cuadros, pescado frito y asado a precios populares, para una de las zonas más caras de la ciudad. "Había estado abierto durante 36 años. Muchos de nuestros empleados trabajaron aquí durante más de 30 años, comenzando como ayudantes de camarero y convirtiéndose en chefs. Éramos su sustento. ¿Qué harán ahora?", se pregunta.
Un poco más al sur, los bomberos bloquean el acceso a una carretera que serpentea las colinas desde la autopista, en el centro del enclave VIP. Patricia Collins es una mujer pequeña, con las manos en los bolsillos y la mirada baja: "No puedo ni subir. Mi casa estaba ahí", señala esta jueza retirada hacia los cerros negros y rojos. "La dejé en diez minutos el martes por la mañana, estaba haciendo yoga", se le escapa una sonrisa, porque todavía lleva las calzas. Saca su móvil y muestra una casa blanca y plana en la colina, grandes ventanales y renos inflables en el jardín: "Mira qué bonito fue en Navidad. Ahora no queda nada. Lo perdí todo".
Su amiga Sheryl Rosenbaum le pone la mano en el hombro y explica: "Vivo dos casas más abajo, en la misma calle. Aquí las casas no están muy juntas, pero la comunidad es fuerte. Nos veíamos a menudo. Quién sabe cuándo podremos volver", suspira.
"Los incendios me aterrorizan, pero esto supera cualquier pesadilla. Al menos tenía mi maleta hecha", dice una tercera señora, una septuagenaria bien arreglada y bien vestida, mostrando su teléfono celular conectado a un voluminoso cargador portátil y una linterna en el bolsillo de su chaqueta.
Desde el Océano, en este punto, comienza tierra adentro una de las calles más emblemáticas de la ciudad: el Sunset Boulevard, que serpentea por kilómetros, atravesando todas las almas de la inmensa y variada ciudad, hasta llegar al centro. Al caminar por él ahora, Sunset Boulevard parece un simulacro de sí mismo. No hay llamas ni esqueletos de edificios humeantes, hay escaparates cerrados, surtidores de gasolina cerrados y silencio.
Cuando se ingresa a Hollywood, la situación mejora. Muchos residentes regresan a casa, como Lola Scarpitta, que descarga cajas de un coche repleto: "La orden de evacuación ha sido levantada: yo traigo todo nuevamente a casa y espero que sea la última vez. Una historia familiar centenaria no cabe en un coche", argumenta esta artista de 66 años, que vive en una casa que su abuelo compró en 1912, justo donde comenzó Hollywoodland, el proyecto de construcción en la colina más famosa de Los Ángeles.
"¡Afortunadamente, vuelvo a un Hollywood casi normal!" -exclama Daniele Auber, de 55 años, italiano pero residente aquí desde hace décadas, mientras vuelve a abrir la puerta de su apartamento en Beachwood Canyon, al pie de la famosa inscripción.
"Tan pronto como vi que las llamas se acercaban, salí corriendo. Me sentí como un actor en una película de acción", dice. "Hace años diseñé una película que contaba la historia del Apocalipsis y tenía lugar en Hollywood. Nunca pensé que acabaría en ella", comenta este artista conceptual, que desde aquí disfruta de una vista impresionante de la ciudad infinita.
Acostumbre a invitar a sus amigos a ver fuegos artificiales el 4 de julio o en Año Nuevo. Ahora el espíritu es todo menos festivo.
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